Otro cuento de Navidad



Pude extrañar a mamá apenas la vi con su capelina de lino trenzado explicando el juego de Navidad de este año. Me pidió un Villancico para musicalizar su deseo, encontramos juntas el disco de Rod Stewart. Lo llevé al equipo del fondo y Have yourself a Merry little Christmas comenzó a sonar en todo el jardín mientras nos llamaba a jugar bajo la noche azul del 10 de diciembre.

La humanidad representada en mi familia. La nena poderosa en silla de ruedas, la madre huérfana de hijo, el padre conversando con su hermano cómplice de vino, la anciana que vivió la Tuberculosis, el bebé llorando por agua, el joven muchacho con la mirada en otro país: su novia.

-Todos recordamos las fiestas organizadas por la abuela ¿No? La torta borracha, la torta de plata, la barra de hielo, la mesa larga… Éste es un homenaje y una herencia que cultivamos año tras año con mi hermana Claudia. Nosotras crecimos escuchando los preparativos para las Fiestas y queremos mantener viva la tradición –dijo mamá, mientras el resto asentía con la cabeza y esperaba expectante las reglas del juego -¿Ven que tengo un ovillo de lana entre mis manos? Bueno, cada uno deberá contar dos anécdotas de Navidades pasadas y pasar el hilo. No es para que nos pongamos tristes, eh. Es para recordar con alegría. Hoy estamos presentes nueve apellidos, nueve familias. Hay regalos así que nada de llanto.

Escuché a mamá desde el equipo de música y lentamente caminé los dos metros que me alejaban del amor, una ronda bien grande como esas que enseño en las clases de narración oral. Supe que ocurriría algo mágico, de otro tiempo, que poco tiene que ver con los celulares.

Habremos estado casi dos horas revoleándonos ese bendito ovillo turquesa, atravesó la mesa llena de botellas, vasos con lápiz labial y dos rosales. Cecilia lloró, su hija en silla de ruedas también. Mi hermano contó cómo le gustaba armar el pesebre de niño para jugar con el burro. Una de las primas recordó todos los globos que jamás volaron, prendieron chispa antes de llegar al cielo.

Los tíos cordobeses contaron algo sobre el lechón y un clericó con mijo en Cabrera que aligeró el aire. Qué gente graciosa. Pensé que el tío Chacho contaría cuando le tocó manejar la costera mientras se paseaban tres gallinas desde el asiento del fondo hasta la palanca del colectivo.

Mi hermana recordó a su hija abriendo los regalos en la segunda Noche Buena: un balde con animalitos de granja. Describió con lujo detalle la exclamación de los ojos de Sofía descubriendo el obsequio entregado por el señor al que nunca le vimos la cara. Nadie excepto la prima Laura, ella contó que una Navidad vio cómo Papá Noel se iba de la casa. 

Pensé qué contar, mi anécdota no sería importante pero haría al rito. La conté. Ayudé al hermano menor de papá a contar la suya. También existen personas que ante una fecha como ésta, no saben qué decir.

Cuando terminamos, todos aplaudimos. Mamá estaba feliz. Los tíos cordobeses siguieron hablando de juguetes de madera y nombraron a su papá como veinticuatro veces.

-Estuvo bueno ¿No?

-Sí, ma. Te pasaste

-Ay, tu hermano con el burro, no sabía eso.

-Sí, yo también quería armar el pesebre. Jugaba con la chica de las tinajas de vestido celeste y uno de los Reyes Magos, no sé cuál, el de traje rojo y amarillo. Se besaban atrás de los camellos.

Mamá empezó a reír y le dio un sorbo a la sidra. Diciembre es caluroso.

Quedamos mirando la fiesta desde una esquina del jardín, siempre debería haber un momento para observar lo que construimos. Mamá -sentada en el sillón de plástico negro- parecía Dios al octavo día. No había motivo de pelea en esa humanidad de nueve apellidos, el recuerdo feliz es capaz de aunar, de encontrar razones para estar emocionados por una misma cosa, como el fútbol.

-¿Quién hará la reunión el año que viene?

-Vos, ma

-Quién sabe…

-Yo no tengo una casa tan grande. Vos, ma

-Quién sabe…

Mamá se levantó dirigiéndose a la cocina en busca del pan dulce. Sentí culpa por extrañarla desde que empezó con el juego.

La seguí. Saqué de la heladera la tarta de frutillas que trajo una de las primas  y nos miramos.

-No estés triste, hija.

-No, ma.

Qué pasaba, qué había hecho. Sí, esa nostalgia pero ahora mamá se encontraba bien. ¿Existiría la situación de la chica de vestido celeste con la tinaja y el Rey Mago? Mi tema desde que soy una niña, jugando atrás de escena. Durante la reunión le había contado a la abuela que dos amigas pasaron la tarde en casa y que una de ellas tiene una nena. Le manifesté mi emoción por la hija de mi amiga. La abuela me miró indiferente y dijo: -Hay tiempo para todo.

Volvimos al jardín con lo dulce y regalos. Además del ovillo de lana, mamá había preparado sorteos para que cada uno se llevara algo. Llamó a las más pequeñas del festejo y empezaron a sacar unos papelitos con nuestros nombres escritos a mano. Me tocó un budín con glasé de limón y nueces, hecho por ella, claro. Cuántas cosas puede hacer mi mamá. Todo aquello, todo lo que le faltaba.

Supe que yo tenía los ojos en ese país lejano, como mi primo. Pero no podía compartirlo, mi romance sería secreto hasta saber qué hacer con el amor que siento. No puedo involucrar a la familia en cada decisión torpe que tomo. Quién sería el Rey Mago después de las fiestas. Qué sucedería con todo mi aquello, todo lo que faltaba.

Seguí en silencio y me dediqué a cortar en triángulos la tarta de frutilla, se acercaron las dos más pequeñas a contribuir con la repartija de porciones. Si no existieran las niñas este mundo sería realmente triste.

Terminé de cortar la tarta y volví al sillón de plástico negro. Cómo me gusta observar. Las primas. Vinieron de a una a conversar con esta mirada perdida. Dije nimiedades, se fueron de a una.

Terminó la fiesta, mi hermano me trae a casa. Me descalzo, agarro la computadora, abro el Word y salgo al balcón con las plantas y la luna. Qué decirle a esa traicionera. La luna mirona que toma pedidos. La luna, el paisaje de los Reyes Magos.

Entro a la habitación. Prendo la luz del baño. Me lavo los dientes, los pies y las axilas con jabón de orquídea. Lleno de espuma los hombros y dejo que corra el agua, lo disfruto. Llego a la cama y apoyo la computadora sobre el colchón. Ensayo el último renglón de escritura.

Estoy sola, lo suficiente para creer que estoy sola y que dentro de trescientos años, yo también habré sido la mujer de capelina aunque no tenga esposo ni hijas. Sonrío, se siente bien decirlo.

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